martes, 22 de marzo de 2016

¡Ha resucitado!

¡HA RESUCITADO!
Prof. Stiwel Gutierrez Ruiz

La tumba vacía de esa primera mañana de Pascua era la respuesta a la pregunta de Job: “Si el hombre muriere, ¿volverá a vivir?”.

Hace aproximadamente 15 años, mientras estaba en Londres, Inglaterra, visité la famosa galería de arte Tate. Las obras de Gainsborough, Rembrandt, Constable y otros renombrados artistas se exhibían sala tras sala. Admiré su belleza y reconocí la destreza que se había requerido para crear esas obras de arte. Sin embargo, colgado aparte, en un tranquilo rincón del tercer piso, había una pintura que no sólo captó mi atención, sino que capturó mi corazón. El artista, Frank Bramley, había pintado una humilde casita frente a un mar azotado por el viento. Dos mujeres, la madre y la esposa de un pescador ausente, habían vigilado y esperado toda la noche el regreso de él. Ahora, la noche había pasado y se daban cuenta de que él se había perdido en el mar y no regresaría. Arrodillada al lado de su suegra, con la cabeza sepultada en el regazo de la anciana mujer, la joven esposa lloraba desesperadamente. La vela derretida en el marco de la ventana describía la infructuosa vigilia.
Sentí el dolor de la joven mujer; percibí su pena. La inquietante y vívida inscripción que el artista le dio a su obra describía la trágica historia; decía: Amanecer sin esperanza.
Ah, cuánto anhelaba la joven mujer el consuelo, incluso la realidad, del “Réquiem” de Robert Louis Stevenson:
El marinero ha regresado del mar; y el cazador ha vuelto al hogar
(Robert Louis Stevenson, “Rèquiem“, en An Anthology of Modern Verse, ed. A. Methuen, 1921, pág. 208)
De todos los hechos de la vida mortal, ninguno es tan cierto como su fin. La muerte nos llega a todos; es nuestra “herencia universal. Puede reclamar a su[s] víctima[s] en la infancia o en la juventud; [puede visitarnos] en la flor de la vida; o su cita puede diferirse hasta que las nieves de la edad se acumulen sobre la… cabeza; podría ocurrir como consecuencia de accidente o enfermedad,… o… por causas naturales; pero llegar, ha de llegar” (James E. Talmage, Jesús el Cristo, 1915, pág. 20). Ella inevitablemente representa la pérdida dolorosa de una relación y, en particular con los pequeños, es un golpe apabullante de sueños truncados, de aspiraciones fallidas y de esperanzas desvanecidas.
¿Qué ser mortal, enfrentado con la pérdida de un ser querido o, por cierto, contemplando él mismo el umbral del infinito, no ha meditado en lo que yace más allá del velo que separa lo visto de lo que no se ha visto?
Hace siglos Job —por tanto tiempo bendecido con todo don material y ahora afligido por todo lo que le puede suceder a un ser humano— sentado con sus compañeros, pronunció la eterna y clásica pregunta: “Si el hombre muriere, ¿volverá a vivir?” (Job 14:14). Job preguntaba lo que todo hombre o mujer viviente se ha preguntado.
En esta gloriosa mañana de Pascua, me gustaría examinar la pregunta de Job: “Si el hombre muriere, ¿volverá a vivir?”, y proporcionar la respuesta que viene no sólo de una reflexiva consideración, sino también de la palabra revelada de Dios. Empiezo con lo esencial.
Si existe un diseño en este mundo en el que vivimos, tiene que haber un Diseñador. ¿Quién puede contemplar las muchas maravillas del universo sin creer que haya un diseño para toda la humanidad? ¿Quién puede dudar de que haya un Diseñador?
En el libro de Génesis aprendemos que el Gran Diseñador creó los cielos y la tierra. “Y la tierra estaba desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo”. “Haya luz”, dijo el Gran Diseñador, “y hubo luz”. Él creó el firmamento; separó la tierra de las aguas y dijo: “Produzca la tierra hierba verde… árbol que da fruto, cuya semilla está en él, según su especie”.
Dos lumbreras Él creó: el sol y la luna. Aparecieron las estrellas por Su diseño. Mandó que hubiera criaturas vivientes en el agua y aves que volaran sobre la tierra. Y fue así. Hizo el ganado, las bestias y los animales que se arrastran. El diseño estaba casi completo. Por último, creó al hombre a Su propia imagen, varón y hembra, con dominio sobre todos los demás seres vivientes (Véase  Génesis 1:1-27)
Sólo el hombre recibió inteligencia, un cerebro, una mente y un alma. Sólo el hombre, con estos atributos, tenía la capacidad de tener fe y esperanza, inspiración y aspiraciones.
¿Quién podría alegar persuasivamente que el hombre, la obra más noble del Gran Diseñador, con dominio sobre todos los seres vivientes, con cerebro y voluntad, con mente y alma, con inteligencia y divinidad, llegaría a su fin cuando el espíritu abandonara su templo terrenal?
Para entender el significado de la muerte, debemos apreciar el propósito de la vida. La tenue luz de la creencia debe dar paso al brillante sol de la revelación, por la cual sabemos que vivíamos antes de nacer en la vida mortal. En nuestro estado premortal, sin duda fuimos de los hijos y las hijas de Dios que nos regocijamos por la oportunidad de venir a esta existencia mortal difícil pero necesaria. Sabíamos que nuestro propósito era obtener un cuerpo físico, vencer las pruebas y probar que guardaríamos los mandamientos de Dios. Nuestro Padre sabía que, debido a la naturaleza de la vida mortal, seríamos tentados, pecaríamos y no seríamos perfectos. Así que, para que tuviéramos toda oportunidad de éxito, Él proporcionó a un Salvador que sufriría y moriría por nosotros, y no sólo expiaría nuestros pecados, sino que, como parte de esa Expiación, también vencería la muerte física a la que estaríamos sujetos debido a la Caída de Adán.
Y así, hace más de dos mil años, Cristo, nuestro Salvador, nació en la vida mortal en un establo de Belén. El Mesías predicho por tanto tiempo había venido.
Se escribió muy poco en cuanto a la niñez de Jesús. Me encanta el pasaje de Lucas: “Y Jesús crecía en sabiduría, y en estatura y en gracia para con Dios y los hombres” (Lucas 2:52). Y en el libro de Hechos hay una breve frase concerniente al Salvador que tiene un significado monumental: “…anduvo haciendo bienes”.
Fue bautizado por Juan en el río Jordán. Llamó a los Doce Apóstoles. Bendijo a los enfermos. Hizo que los cojos caminaran, que los ciegos vieran, que los sordos oyeran. Incluso levantó a los muertos a vida. Él enseñó, testificó y dio un ejemplo perfecto que debemos seguir.
Y entonces, la misión mortal del Salvador del mundo llegó a su fin. Una última cena con los Apóstoles se llevó a cabo en el aposento alto. Por delante yacían Getsemaní y la cruz del Calvario.
Ningún ser mortal puede concebir la trascendencia total de lo que Cristo hizo por nosotros en Getsemaní. Él mismo describió más tarde la experiencia: “[El] padecimiento… hizo que yo, Dios, el mayor de todos, temblara a causa del dolor y sangrara por cada poro y padeciera, tanto en el cuerpo como en el espíritu”.
Después de la agonía de Getsemaní, agotado y sin fuerzas, fue apresado por manos ásperas y rudas, y se le llevó ante Anás, Caifás, Pilato y Herodes. Fue acusado y maldecido. Los despiadados golpes debilitaron aún más su dolorido cuerpo. La sangre surcó su rostro cuando se le puso forzadamente en la cabeza una vil corona de espinas que desgarró Su frente. Y entonces, una vez más, fue llevado ante Pilato, quien cedió ante los gritos de la iracunda multitud: “¡Crucifícale, crucifícale!”(Lucas 23:21).
Se le fustigó con un azote de múltiples tiras de cuero en las que se entrelazaban metales y huesos filosos. Al levantarse de la crueldad del azote, con pasos vacilantes llevó su propia cruz hasta que no pudo avanzar más y otra persona llevó la carga por Él.
Finalmente, en un cerro llamado Calvario, mientras los seguidores lo miraban impotentes, Su cuerpo herido fue clavado en la cruz. Sin piedad, se burlaron de Él, lo maldijeron y lo escarnecieron. Y aún así, él clamó: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34).
Las agonizantes horas pasaron mientras Su vida se consumía; y de Sus labios resecos procedieron las palabras: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Y habiendo dicho esto, expiró” (Lucas 24:36).
Librándolo de los pesares de la vida mortal la serenidad y el solaz de una muerte misericordiosa, Él regresó a la presencia de Su Padre.
A último momento, el Maestro podría haberse vuelto atrás; pero no lo hizo. Pasó por debajo de todas las cosas, para que pudiera salvar todas las cosas. Después, Su cuerpo inerte fue puesto rápida y cuidadosamente en un sepulcro prestado.
No hay palabras en la Cristiandad que signifiquen más para mí que las pronunciadas por el ángel a las acongojadas María Magdalena y la otra María cuando, el primer día de la semana, fueron a la tumba para atender el cuerpo de Su Señor. Dijo el ángel: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?”, “No está aquí, sino que ha resucitado” (Lucas 24:5-6).
Nuestro Salvador volvió a la vida. El acontecimiento más glorioso, reconfortante y tranquilizador de la historia de la humanidad se había llevado a cabo: la victoria sobre la muerte. El dolor y la agonía de Getsemaní y del Calvario se habían borrado; la salvación de la humanidad se había asegurado; la Caída de Adán se había resuelto.
La tumba vacía de esa primera mañana de Pascua era la respuesta a la pregunta de Job: “Si el hombre muriere, ¿volverá a vivir?”. A todos los que estén al alcance de mi voz, declaro: si un hombre muriere, volverá a vivir. Lo sabemos, pues tenemos la luz de la verdad revelada.
“Porque por cuanto la muerte entró por un hombre, también por un hombre la resurrección de los muertos”.
“Porque así como en Adán todos mueren, así también en Cristo todos serán vivificados” (1 Corintios 15:21-22).
He leído y creo los testimonios de aquellos que experimentaron el dolor de la crucifixión de Cristo y el gozo de Su resurrección. He leído y creo los testimonios de los que estaban en el Nuevo Mundo, quienes fueron visitados por el mismo Señor resucitado.
Creo el testimonio de aquél que, en esta dispensación, habló con el Padre y el Hijo en la arboleda que ahora llamamos sagrada, y que dio su vida, sellando ese testimonio con su sangre. Él declaró:
“Y ahora, después de los muchos testimonios que se han dado de él, éste es el testimonio, el último de todos, que nosotros damos de él: ¡Que vive!
“Porque lo vimos, sí, a la diestra de Dios; y oímos la voz testificar que él es el Unigénito del Padre”.
La obscuridad de la muerte siempre se puede disipar con la luz de la verdad revelada. “Yo soy la resurrección y la vida”, dijo el Maestro (Juan 11:25). “La paz os dejo, mi paz os doy” (Juan 14:27)
Mis queridos hermanos y hermanas, en el momento de nuestro más hondo pesar, nos pueden brindar profunda paz las palabras del ángel en esa primera mañana de Pascua de Resurrección: “No está aquí, sino que ha resucitado” (Mateo 28:6)
¡Cristo ha resucitado!
Proclamad con voz triunfal.
Se unió al tercer día
con Su cuerpo inmortal.
Cristo libertad nos dio,
y la muerte conquistó
(“Himno de la Pascua de Resurrección”, Himnos, núm. 121.)
Para terminar, te invito a ver el siguiente vídeo sobre la vida de Jesucristo. Recomiendo que luego de verlo reflexiones al respecto y dejes tu comentario.


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